sábado, diciembre 17, 2005

Pensäo Santiago V

Tiempo atrás, una amiga psicóloga le tranquilizó explicándole que en el caso de volverse loco no sería consciente de ello, y él cada día se encontraba más cuerdo y feliz. Aún así, aquel lugar parecía ser parte de una alucinación y Tomás lo contemplaba embriagado quizá por el ambiente denso e irrespirable, y un hambre atroz. Un cuerpo se confundía con el color hueso de los lienzos de gasa a su derecha y lentamente fue definiendo sus formas a medida que avanzaba hacia Tomás. Se trataba de un hombre desnudo con una larga melena lisa tan negra como sus ojos.

Todo su cuerpo era extremadamente pálido y carente del menor rastro de pelo. Sus rasgos parecían orientales y los labios eran finos y gélidos como un esquimal.

Cuando llegó hasta él, le invitó a tumbarse en un pequeño altar a su lado y boca arriba vio acercarse a la enigmática joven. Ligera cual mariposa se posó a horcajadas sobre su pubis. El raso fucsia de su breve camisa comenzó a moverse impulsado por pequeños saltos que acababan en sordos golpes sobre su sexo despierto y altivo. La licra de sus piernas rozando con los pantalones se convirtió en una gran fuente de calor y él cerró los ojos quizá para asistir a la revolución de sus vísceras ardiendo. En el momento de mayor excitación volvió la luz a su mirada. La niña había desaparecido. Ahora era tan inquietante maestro de ceremonia quien, rodeado de una docena de jóvenes, golpeaba sobre su bragueta con un vaso de tubo haciéndolo rodar en todas direcciones. El latido sistólico de su miembro fue el preludio del allegro andante que templado le desbordó hasta el muslo.